A Carlitos Gallardo, que mucho sabe de Domselaar.
Pasaron muchos, muchos días desde el
momento en que decidí escribir este cuento y el instante concreto en que
interrumpo la lectura de un libro para, a altas horas de la noche, comenzar a hacerlo.
Es que olvidé el nombre de la protagonista.
Días y días, caminando por el centro, en el
subte o a bordo de la bici por mi barrio cuando en vano intento despejar la
mente, me pillaron en mi faena con el propósito de recordar su nombre. Logré
descifrar en esa nebulosa formada durante los 38 años que me separan de aquella
anécdota algunos datos certeros. Que su apellido era Aguerre (así con “e” y no
Aguirre como suele ser); que vivía en 24 de Noviembre y Rivadavia, pleno barrio
de Monserrat; que había nacido en Huanguelén, Provincia de Buenos Aires (esto
lo recuerdo porque son los pagos del gran José Larralde) y que era
discretamente hermosa.
Aventuro un nombre para no romperme más la
cabeza: María Teresa. Creo que se llamaba María Teresa y le decían Tere.
Pero de lo que no me olvidé jamás fue de
aquella tarde en Domselaar.
Ya sé que muchos, sino todos mis lectores,
ignorarán que hay un pueblo en el sur del conurbano bonaerense que lleva ese
nombre. Domselaar, Partido de San Vicente. Era en aquél entonces, invierno de
1977, un caserío implantado entre Alejandro Korn y la ciudad cabecera de
partido, pero por la vía que sigue a Brandsen a la vera de la ruta 210. Fue fundado
promediando el siglo VXIII y cuya particularidad especial es el llamado
“Castillo de Domselaar” del cual se ha establecido una leyenda sobre que lo
habitan fantasmas y demás. Un mito más, en este caso suburbano.
El escenario de la inverosímil aventura.
Yo había empezado a salir con esa chica a
principios de 1977. Como imaginarán, eran otras épocas y los noviazgos se
desenvolvían con mayor parsimonia que hoy día. Además, había una cierta
diferencia de edad –yo estaba en la facultad y ella todavía en 4º año de un
colegio de monjas-, por lo que esa relación transitaba senderos bucólicos
difíciles de imaginar por las actuales generaciones. Tere (así la voy a llamar
en el cuento para no sembrar mayores incertidumbres), era una morocha de tez
blanca, ojos negros vivaces, armónicas dimensiones, un semblante perfecto,
modos campechanos –propios de sus origen bonaerense- y carácter afable.
Perfecta para enamorarse a los 10 minutos. Y como tenía buenos sentimientos,
inquietudes sociales y afición por el arte, resultaba muy vulnerable a mis
lisonjas plagadas de citas literarias, alusiones a la pintura del Siglo de Oro
español y un izquierdismo bastante camuflado que siempre exaltaba
los valores de la Justicia social y la igualdad. Por eso, cayo en mis redes.
Solíamos salir a caminar por el centro, la
calle Corrientes o acompañar a Carlitos y su novia Analía –compañera de colegio de
Tere- por parques y demás paseos que no nos insumieran mayores gastos. Como
siempre mi presupuesto estaba acotado y, a lo sumo –sabiendo su interés por el
teatro- concurríamos al San Martín a ver esas magníficas obras de teatro que por
módicos precios se ofrecía su cartelera.
Yo vivía en Haedo y además de la facultad y
alguna que otra changuita que hacía, tenía ocupado todo el día con la
militancia. Por eso el cortejo se me hacía muy cuesta arriba lo que, sumado al
estricto cumplimiento de los plazos formales que insumía la conquista de una
chica como Tere, me hacía un tanto complicado sostener la relación. Sin
embargo, como la piba valía la pena y siempre me gustó la difícil, ahí estaba,
sentado al pie del cañón, con las obras de teatro y toda esa milonga, con tal
de algún día nuestro romance pasara a mejores instancias.
Cuando uno es pibe, más en aquellos años y
con una candidata que valía la pena, se amolda a cualquier cosa. En realidad –pienso
ahora en voz alta- uno siempre se termina acomodando a los gustos y caprichos
de la mujer que quiere. Por eso lo que me pasó esa tarde y noche no fue una
culpa compartida. Todo debió atribuirse al berretín que me agarré con Tere.
¿Cómo surgió lo de Domselaar? Les cuento. Un
día Tere vino con la novedad que ese domingo concurriría con sus compañeritas
de colegio a un Hogar, Parroquia o algo así, para representar una función
benéfica para los chicos pobres o discapacitados en el lugar que titula esta
aventura. Obviamente le dije que no podía acompañarla, que tenía que estudiar
(en realidad jugaba San Lorenzo) pero me puso una carita de niña caprichosa y
desvalida que rompió mi corazón. Y cometiendo la peor de las traiciones al
amor de mi vida, mi Ciclón, decidí ir, pero con la ilusa creencia de que cayendo
“de sorpresa” al lugar, encontraría a la vuelta el esperado premio mayor. La
legendaria “prueba de amor” que tan reacia estaba por aquellos años.
-
Dale, ¿vas a venir? No sabés
que dulces que son esos chicos… y no sabés como nos esperan.
-
Está difícil. El lunes hay
parcial de Obligaciones y tengo que repasar algunos temas –mentí sabiendo
perfectamente que haría lo imposible para viajar a Domselaar y participar de
esa morisqueta-.
De este modo, el día indicado y luego de
apurar los rituales ravioles de Mamá salí para el sur, consciente que entre el
Sarmiento a Once, subtes a Constitución y el viaje respectivo, llegaría al
lugar en aproximadamente 3 horas.
Si ya era una locura ir “de sorpresa” a
aquella obra de teatro, el viaje resultó ser una aventura que atravesó todos
los estadios de la condición humana, leídos ellos en tiempo de comedia, drama, tragedia
y farsa.
Antes que nada el lector debe ubicarse en
la época. Plena represión. La ciudad y sus alrededores, como
el País todo, se encontraba asolada por un ejército de ocupación, tal como si
nuestra fantasía de haber vivido en un París oprimido por los nazis se hubiere
hecho realidad. Una realidad amarga y casi suicida, ya que ser resistente en
aquellos años implicaba riesgo real de muerte. Todos nos cuidábamos muy bien de
hablar en público y con extraños como si esa injusta compulsión a no deliberar
sobre asuntos públicos se hubiera adueñado de nuestra existencia hasta el punto
de paralizar la comunicación incluso de los rasgos más triviales de la vida
cotidiana.
Ese soy yo, todavía berreta, el 30 de marzo
de 1982.
Muchas veces intento explicarles a mis
alumnos esta vivencia, sin saber si puedo alcanzarlo. ¡Cómo los envidio! Haber
conocido un único sistema de vida, la Democracia, es maravilloso. Nada de
censura, sin estado policial, sin prejuicios ni estigmatizaciones. Bueno,
algunas estigmatizaciones hay, pero ese es otro tema.
Volviendo a aquella impar jornada, y ya
montado en el Roca, mientras aguardaba el comienzo del partido y desplegaba la
edición dominical del Popular en busca de alguna aterradora noticia policial,
viví con particular sobresalto la palabra de mi ocasional compañero de viaje quien, seguramente activado por el título catástrofe del matutino (desbaratan célula
terrorista en Rafael Castillo) intervino con radiofónica voz:
- Desbaratan dice ¿Por qué mejor no dicen
masacran? Masacran célula terrorista. ¿Terroristas? ¿Terroristas de qué?
Mis ojos se llenaron de asombro. A tal
punto que involuntariamente guié mi atención al emisor de esas inquietantes preguntas y
aserciones.
Se trataba de un hombre joven, tal vez un
lustro o más mayor que yo, de tez cetrina, pelo negro apenas encanecido y
desarreglado, bigote a la mejicana (como el del Chamaco Rodríguez, aquel 5 picapedrero
de Ferro y River de los 60), patillas, barba de tres días, camisa Grafa azul marino,
jeans Far West y zapatos abotinados con punta de acero. Sus manos callosas y
descuidadas uñas revelaban nítida pertenencia a la clase trabajadora. Cuando se
supo visto y oído, clavó sus ojos negros en los míos y formuló la pregunta mas
temida:
- ¿Y Ud. que piensa compañero?
En ese preciso momento se instaló en mi
mente el dilema que muchos comprometidos debimos afrontar durante los años de
plomo: hacerse el boludo y no decir nada como se nos ordenaba o reaccionar
sinceramente.
-
Creo que no son tiempos para
hablar de ciertas cosas…
Musité anticipadamente la reflexión
paradigmática que hiciera himno años después el Indio Solari y popularizara el gran
Luca Prodán. Recibió mi respuesta con resignación aunque, sin importarle nada
mi reflexión neutral, continuó como si nada:
-
¿Vos sabes lo que está pasando
en el País?
Traté de mirarlo y ensayar una mueca de
resignación, Pero creo que no me habrá salido, ya que impávido aumentó su
apuesta:
-
Acá hay una caza de conejos. A
la gente se la va a buscar a la casa y de noche. Se afanan los pibes, se
afanan. O a veces a las mujeres las hacen parir y se quedan con los bebés para
criarlos como se les da la gana…
Yo lo tenía al ñato enfrente de mí en el
asiento de cuatro que da a la ventanilla. Junto a mí viajaba una señora muy
mayor con aspecto de jubilada docente. En la otra fila de asientos y del lado
del pasillo había solo un hombre de mediana edad, morocho y de pelo corto que
inmediatamente supuse que era policía o servicio. El tono y contenido de lo
dicho concitó su atención.
Como en el fútbol el Chamaco Rodríguez, mi
compañero de viaje era un audaz.
A esta altura contestara o no, dijera lo
que dijera a favor o en contra de las admoniciones de mi interlocutor daba
igual. Si voz potente se expandía como un pregón a lo largo de las varias filas
del pasaje y comprometía a todos los partícipes directos o indirectos de la
tertulia.
-
¡Están averiguando los
antecedentes ideológicos de todos! ¡Zurdos y montoneros se llevan la peor
parte! Además son brutos, no saben diferenciar matices. Los otros días, se
llevaron a un chabón que era del Partido Socialista Democrático. ¡El de
Norteamérico Ghioldi!
El tipo empezaba a decir cosas que me
resultaban familiares. Se me heló la sangre cuando recordé que en el 75 había
firmado la ficha del Partido Auténtico. ¿La habrán oficializado? ¿Se habría
perdido que nunca había pasado nada con eso? Decidí hacerme el fesa, seguirle
la corriente e intentar apaciguarlo.
-
Son cosas graves… -Pero
inmediatamente me di cuenta que en ciertos temas es imposible permanecer
callado sin otorgar razón a uno u otro de los argumentos en pugna-.
-
¡Graves! ¡Gravísimas! Lo que
está pasando es….
Lo miré con enojo y con un golpe de vista
sugerí la presencia de nuestro espectador. Con disimulo miré por la ventanilla
argumentando algún reflejo revelador del curioso. Pero seguramente mi
contertulio estaba loco o tenía poco aprecio por su subsistencia. Por eso
continuó con mayor énfasis.
-
Ves, Ves. Eso es lo que
aquellos quieren, Sembrar temor. Dejar que nos paralice el miedo.
Su insensatez resultaba tan expresiva como
el acierto de sus reflexiones. Por eso tuve que ceder a mi natural impulso y
desatendí aquéllas sabias instrucciones.
-
Tampoco hay que andar
regalándose. ¿Se acuerda de El Padrino?
Mi pregunta lo descolocó. ¿Qué tenía que
ver la mafia en todo esto sino ratificar sus dichos? “Gobierno de mafiosos”,
habrá pensado que yo pensaba.
-
¿Que parte?
-
Cuando Vito Corleone le dice a
Santino “nunca digas lo que piensas a los extraños”.
El onceavo mandamiento: no revelarás tus
intenciones.
Gracias a Dios nos invadió el silencio hasta
que en Longschamps el locuaz compañero, abandonó el convoy con rumbo y destino
desconocido.
¡Ay Vito Corleone! ¡Que sabio sos Padrino!
Pensé y fantaseé que esa oportuna intervención le serviría al Chamaco para su eventual salvación.
Mientras tanto, en Domselaar tenía lugar la
representación donde Maria Teresa cumplía un rol secundario. Se trataba de una
obrita de teatro de amor y lucha de espadachines.
Por mi
parte, y a propósito del momento tenso vivido con el Chamaco no pude escuchar el comienzo del partido. Llegó la hora del trasbordo, porque para ir a Domselaar
no existía un viaje directo desde Constitución. Había que bajar en un apeadero.
Justo cuando convertía San Lorenzo encontré un asiento en la precaria estación.
Nadie informó cuando ni como continuarían nuestra travesía y las largas sombras
que proyectaba un tren abandonado denotaban la proximidad del epílogo a una
bella tarde invernal.
Como mi tren no se aprestaba empecé a
inquietarme ¿Cuánto tardaría a Domselaar? Me gustaría tomar algo con Maria
Teresa antes que sus compañeritas del colegio clavaran sus ojos en mí y
deslizaran ponzoñosos comentarios sobre mi persona.
El sol comenzaba su derrota hacia el
horizonte, reinaba la desolación de una tarde de domingo. Para estar
en ese extraño lugar había dejado atrás las estaciones Avellaneda, Gerli, Lanús,
Remedios de Escalada, Banfield, Lomas de Zamora, Adrogué, Burzaco, Longchamps,
Glew, Guernica, Korn o, como figuraba en mi vieja Filcar “Empalme San Vicente”.
Todo un viaje… Allí había que bajar porque casi todas las formaciones se
dirigían a San Vicente y el mío debía ir a Chascomús y Brandsen, dado que una
estación antes de esta última era Domselaar. Así pletórico de aburrimiento fue transcurriendo el tiempo. Nos
empataron. Malos años para San Lorenzo. Una voz entrecortada anunció entre
metálicos acoples.
-
Próximo tren a Brandsen y
Chascomús, andén 2…
Llegó una oruga –así llamé en “El Hombre de la Mañanita” al diesel Fiat-. Ya eran las 18:00 hs. Según mis cálculos, y lo
que estaba anunciado en la pizarra, estaría en Domselaar aproximadamente a las
18:15 hs., tiempo suficiente para caerme al Hogar, Parroquia o no se qué y
poder pasar un rato con Teresa.
Nuestra otra protagonista se encontraba
rodeada por un enjambre de niños con capacidades especiales o diferentes. En
aquéllos años nadie infringía norma o estilo alguno si decía que comenzaba a asustarse
al verse firmemente acosada por una decena y media de mogólicos que sin
inhibición alguna dedicaban su atención a sus suaves encantos. Uno de ellos, el
más desenfrenado, directamente la había tomado del cuello con intenciones de
besarla en la boca, mientras con la mano vacante tocaba sus partes pudendas. La cosa se
estaba poniendo fulera, ya que el imbécil que había escrito la obra la había
armado con escenas de amor, peleas y todo, que representadas en forma sobresaliente
por los actores en cuestión, había activado quien sabe qué costado morboso del peculiar
público.
Otros chicos dieron rienda suelta a sus primitivos
instintos pero en la otra faz, la violenta. Como la representación incluyó una
escena de lucha de espadachines, uno de los homenajeados se apropió de un sable
de madera y acometía contra sus semejantes blandiendo el instrumento con
notable eficacia. Tres o cuatro compañeros recibieron fuertes golpes en sus
cabezas y uno de ellos de milagro no fue atravesado por un certero puntazo de
esos que imaginamos significaban la estocada final.
El duelo de espadachines se convirtió en
gresca total.
Las monjas, al ver el descontrol y el apuro
con que el elenco desarmaba el escenario y se aprestaba a huir despavoridamente,
intentaron intervenir en el desaguisado. Uno de los más exaltados niños con una
capacidad de discernimiento bastante eclipsada, tomó una silla que conformaba
la improvisada platea y tal vez como represalia a algún incidente anterior, se
la zampó en plena clavícula a la religiosa, produciéndole una segura fractura.
Dos o tres celadores hicieron su entrada en el recinto, al más puro estilo de
las películas de locos como "Atrapado sin salida", e intentaron sin éxito poner
paños fríos en la refriega. Tuvieron que acudir a procedimientos menos
pedagógicos y con patadas y trompadas lograron reducir a los exaltados.
La monja herida yacía en el piso, entre
restos de la silla homicida. Teresa lloraba desconsoladamente, un poco por la
bronca que tenía al ser ultrajada por el minusválido (mogólico pero no estúpido
dijo Beatriz, una compañera mas fea que vomitar boca arriba que le tenía
envidia y en el fondo gozaba con el incidente) y otro poco por la forma en que
el acto de amor que habían pretendido brindar a esos pibes había terminado peor
que en una película del Oeste.
Se arruinó el chocolate con churros que las
chicas habían preparado para los internados. El chofer del colectivo que las
había conducido a esa inesperada emboscada, se hizo cargo de la situación,
incitando a todos a tomar las cosas como estuviesen, los actores maquillados y
con el vestuario a medio cambiar, los decorados, el audio y las luces, subirlas al bondi y
rajarse sin más de Domselaar y sus alrededores.
Las chicas lloraban histéricamente, la
monja rodeada de religiosas y con ayes de dolor, fue asistida por el único
médico del pueblo que raudamente acudió al caótico escenario de la gresca. El
párroco que estaba tomándose unos mates en la sacristía ajeno a los
acontecimientos cuando vio ese pandemonium, como buen obtuso que era, atribuyó
responsabilidad a los forasteros, que seguramente vinieron con obras ajenas al
Ser Nacional a perturbar el orden y la tranquilidad de sus angelitos, pobres
almas de Dios no contaminadas por la moral putrefacta de la sociedad atea,
marxista, masona, judía, etc.
-
¡Pero por qué no se calla cura
de mierda! Si usted no sabe nada de lo que pasó acá con esos mogólicos –le
espetó el chofer, a esta altura del relato el único capaz de manejar una
situación fuera de control-.
Justamente lo que intentaba nuestro improvisado
héroe era evacuar la zona de operaciones antes que llegara la Policía, que
seguramente tendría que intervenir por la comisión del delito de lesiones
contra la pobre monja. El chofer tendría que explicar que su vetusto Mercedes
1113, ex colectivo de la línea 104 mal pintado de naranja para el transporte de
escolares, no estaba en regla, no poseía habilitación alguna y además él tenía
un pedido de captura de la policía de Formosa por cuatrerismo. Era crucial
salir del lugar lo antes posible, y ante ello, como un estratega en plena
retirada, había dividido el proceder entre el conjunto de las visitantes que
portaban trajes, escenarios y bafles de sonido al colectivo, con llamativa
eficacia.
Así era la albóndiga en la que habían
viajado las chicas del San José.
A todo esto mi tren que había llegado al
anden a las seis llevaba un atraso significativo. Recién salía de Korn media
hora después. Ya había terminado el partido, a la radio le costaba tomar señal
para saber el resultado total de la fecha y del Popular solamente me restaba
leer el horóscopo de los otros signos (porque el mío ya lo había leído y decía:
“No viaje hoy. Trastornos inesperados”).
Era ya de noche y las luces que quedaban en
el vagón poco iluminaban los rostros de mis compañeros de pasaje. ¡Menos mal!
Porque algunas caras habían salido de una película de Christopher Lee y Peter
Cushing… estaba ingresando a un terreno escabroso. De pronto, uno de los espectros
no identificados se sienta frente a mí en evidente estado de ebriedad. Comenzó
a mirarme fijamente a pesar del bamboleo provocado por el trajinar del tren (y
su averiada suspensión), pero sus ojos superaban el movimiento tiesos en mi,
precisamente en mi entrepierna.
Ya había logrado zafar del antidictatorial
suicida ¿qué me esperaba ahora?
Pelo gris ensortijado, morocho tirando a
mulato, buzo azul de frisa y cuello redondo como los que usábamos cuando
hacíamos gimnasia en el colegio, pantalón de traje de verano a rayas negras y
blancas y zapatillas flecha azules embarradas a mas no poder. Portaba una
botella de Bordolino de esas panzonas de más de un litro con poco vino tinto,
envuelta en una franela sucia y deshilachada.
Le dio un largo beso a la botella
entrecerrando los ojos en prueba de un irrefrenable placer, y luego de
carraspear su voz aguardentosa me espetó sin filtro alguno:
-
Pibe ¿querés que te la chupe?
Atónito por la situación y cuando el
marginal ya se me abalanzaba con un para mí incomprensible afán lujurioso,
pasaron por mi mente en milésimas de segundo diversas decisiones a tomar,
demostrándose cabalmente que el pensamiento es infinitamente más rápido de la
comprensión propiamente dicha y su traducción en la palabra oral o escrita. Me
había olvidado los documentos, lo que me colocaba fuera de toda reacción
violenta. Un incidente podía significar presencia policial y sin la cédula en
1977 seguro que la pasabas mal. Sentí asco por la situación. De pronto, sin
comerla ni beberla estaba yo en una escena de un cuento de Horacio Medina. El
horóscopo. Tauro, hoy no viaje, trastornos inesperados. Teresa, pensaba en
Teresa, en todo lo que me estaba costando sorprenderla y si en realidad valía
ello la pena.
Todo ello pasó por mi mente al mismo tiempo
que con destreza evitaba al borracho. Este, por estar tan sumido en dicha
condición ni siquiera sintió nada ante el tremendo puntinazo que le propiné en
las costillas al quedar tendido sobre mi vacante asiento. Una señora que
nada sabía sobre lo sucedido pero pudo verme golpear al borracho maricón, se
sobresaltó suponiéndome ladrón o algo parecido. Menos mal que justo cuando no
tenía más remedio que intentar seguramente en vano explicarle lo sucedido, el
tren parsimoniosamente llegó a Domselaar, mi destino.
Bajé temeroso, un poco encendido por la
paranoia de la época y ante la hipótesis de que la vieja le hubiera dicho algo
al guarda y éste a la policía, etc. Así vivíamos y creo que al respecto me
estoy poniendo un poco reiterativo. Al cruzar la vía encuentro al primer
parroquiano y le pregunto cómo llegar a la Parroquia Santa Clara, fin de mi
ajetreado derrotero.
-
Péguele por esta calle y al
fondo nomás verá la torre de la Iglesia –y luego, con picardía al advertir que
el forastero en cuestión era porteño, remató- Ande con cuidado nomás porque
detrás de ese matorral está el Castillo Guerrero y por ahí se le aparece la
finadita.
¡Para apariciones estaba yo esa tardecita!
Después de las peripecias que vengo narrando, lo único que me faltaba era un
fantasma. Toto Peralta, el padrino de mi Mamá, ferroviario él, me había contado años
antes la historia de Felicitas Guerrero y sus múltiples apariciones: en la
Iglesia Santa Felicitas, en el Castillo de la Estancia La Candelaria en
Guerrero (donde Sandro filmó con Carmen Sevilla “Embrujo de Amor”) y también en
Domselaar.
Pero no había fantasmas de esa calaña que me detuvieran en
las pocas cuadras que me restaban transitar para abrazar y besar a mi cachorra…
Una calle de tierra muy mal iluminada, con
pasos de piedra (adoquines que se colocaban en las esquinas para que los
habitantes pudieran cruzar las calles los días de lluvia y lodazal), las
consabidas zanjas a ambos extremos del camino y un ambiente quieto y
silencioso, solo suspendido por un sudeste fuerte que empezó a levantarse con
el polvaderal de la calle como anunciando una tormenta.
-
Puta madre, a ver si se larga a
llover y yo acá en el medio de la nada.
Aunque tampoco era para desesperarse ya que
seguramente volvería al centro –a Once donde estaba el colegio de Tere- en el
micro que trajo a las chicas.
Así es el Castillo Guerrero de Domselaar.
En un mundo sin teléfono salió el Cura
de raje para la Comisaría con la intención de que vía comando radioeléctrico
mandaran una ambulancia para la monja mal herida. También, de paso, dos o tres
milicos para apaciguar los ánimos con los pibes que gritaban y amenazaban
entrar nuevamente al improvisado teatro para cometer algún que otro desmán. Si
en Domselaar existía algún fantasma, ese día en la Parroquia había hecho de las
suyas.
Mi tranco, corto y precavido, no por
Felicitas sino por algún malentretenido del Pueblo que en todos los hay, me
llevó paulatinamente a caminar por el medio de la calle. A medida que las
cuadras iban quedando atrás las luces se espaciaban y el viento soplaba más
fuerte, haciendo sonar las casuarinas con esa sinfonía propia de una película
del desaparecido Club de Admiradores de Bela Lugosi.
-
¡Vamos carajo, no se olviden de
nada y vamos ya! –era la orden del colectivero a las decenas de chicas y dos o
tres salames que las acompañaban para dejar ya la escena del crimen. En vano el
cura vuelto sobre sus pasos antes de dar cuenta a la autoridad lo sucedido, intentó
detener a los forasteros, que en su afán por desentenderse del problema echaron
por tierra toda la beneficencia que habían traído desde Once-.
-
¡Ese mogólico de mierda me tocó
las tetas! –gritaba indignada Tere sin pensar más en otra cosa que no fuera
salir de Domselaar para nunca más volver, como dice la canción de cancha-.
Esa retirada parecía aquél último
helicóptero que despegó de la embajada americana en Saigón. Las chicas, presas
de pánico por los gritos que venían del interior del aula donde apenas habían
contenido a los revoltosos se prodigaban en movimientos espasmódicos y
contradictorios, iban, volvían, se tomaban la cabeza y giraban permanentemente.
Era una escena dantesca. El único que mantenía su compostura, aunque actuando
con firmeza, era el colectivero, que recobró la calma cuando se dio cuenta que
el cura todavía no había convocado a las fuerzas del orden.
-
Felicitas Guerrero, Felicitas
Guerrero –continuaba yo cavilando mientras el agitar de las ramas de una
alameda añosa presagiaba una fuerte tormenta-.
Pensaba entonces en los mitos y leyendas
que nuestros mayores, como el Tío Agui, nos solían contar luego de la cena y al
abrigo de una improvisada fogata en su casita de Paso del Rey. Me reía de mi
propia ingenuidad, al recordarme asustado por esos “cuentos de aparecidos”.
-
¿Listo? ¿No falta nadie? ¿Se
contaron? Vinimos 18, ¿están todos? –inquiría el colectivero antes de cerrar la
única puerta delantera con un golpe de palanca-.
-
Siiiiiii, vamos ya –sonó
estridente la réplica de las chicas del San José-.
-
Mogólico de mierda…
-
¿Te tocó las tetas?
Y así fue como un fuerte sonido metálico
tapó el motor que regulaba con dificultad. Era la primera marcha puesta a fondo y una salida
estrepitosa. Gritos cuando entró la segunda a más de 30 kilómetros de velocidad
y la tercera a mas de 60 en una nube de polvo que el propio colectivo levantaba a su popa y
que era raudamente empujada hacia delante por el sudeste que arrostraba con su
fiereza al vehículo aumentando su velocidad… Para emboscar su cobarde huida transitaba con todas sus luces apagadas.
El fuerte viento había cubierto un negro
cielo con nubes amenazantes. Recordé una película de Vincent Price sobre un
cuento de Poe. Las ráfagas de viento tornaban ensordecedor el escenario de mi fantasía.
-
Y de pronto, el espectro de
Felicitas Guerrero salió de la mansión y persiguió al forastero –bromeaba y
ello despertó una solitaria carcajada-.
El castillo, escenario mítico en la
temática de Edgar Alan Poe.
Seguramente la estúpida ensoñación, la
sugestión del Castillo de Domselaar entre sombras, el viento que hacía ulular las copas de
los árboles y mi natural distracción fueron los que me impidieron ver hasta
unos segundos antes de tomar de ello conciencia, que se me venía encima un
bólido sombrío de proporciones gigantescas, en absoluta penumbra, envuelto en
una nube de polvo. Sólo 10 o 15 metros antes del hipotético instante de la
embestida, luego de sentir esa parálisis muscular propia del terror inminente,
supe que era como un monstruo mecánico el que estaba a punto de terminar con mi
vida.
Claro está que en aquél entonces no
existían en el imaginario social artefactos siniestros como Mazinger Z o los
transformers, pero les aseguro ahora de haberlos visto en el cine o la tele, que
el oscuro artefacto asesino que venía hacia mí a gran velocidad en un rumor mecánico
tapado por la tempestad y enmarcado en un huracán de tierra, parecía uno de ellos.
Dios o, quien sabe, el espíritu de Felicitas Guerrero me devolvieron la
conciencia de la muerte inminente y con ello la motricidad de mis aletargados
músculos desolados por el terror. Mi juventud hizo el resto. Con gran agilidad
pegué un fuerte salto hacia mi derecha, como si fuera Ubaldo Matildo Fillol
atajándole un penal a Rivelinho en una final del mundo, y rodando desde el
centro de la calle terminé cayendo sobre la fétida zanja. Pude recuperar la
vertical y advertir que el infame monstruo mecánico, con su estela de muerte y
destrucción se dirigía raudamente hacia la ruta, sin haber advertido su
conductor que estuvo a punto de cegar una vida.
Lleno de barro podrido y tierra hasta en
los calzoncillos, estuve varios segundos (que parecieron eternos) para
recuperar la razón y advertir dónde estaba y para qué.
-
¡La reputísima madre que lo
parió a Domselaar y todos sus alrededores! ¿Qué mierda estoy haciendo acá?
–alcancé a reflexionar luego de tener en cuenta las vicisitudes que he estado
narrando y suponiendo que una sola de ella bastaba y sobraba para alejarme a 50
kilómetros a la redonda del maldito lugar.
Pero ahora debía llegar para volver. Una
vez que se hubo disipado el estrepitoso contexto del paso del convoy asesino
(pensaba que se trataba de un viejo camión conducido por otro borracho), me
acerqué a una de las precarias casas, traspuse su jardín y con una manguera
comencé a despojarme del inmundo resto de la zanja en ambas piernas y sobre
todo el costado izquierdo de mi cuerpo, porque así caí, con el corazón
compungido contra el agua podrida. Un corazón que cada vez menos pensaba en
Tere y más en el cálido refugio de mi querido Barrio Envión de Haedo, con la
tele prendida y una sopita Knorr de arvejas esperándome.
Mojado, pero limpio, como un gladiador
idiota con mil batallas encima, continué mi periplo. Suponía encontrarme con un
lugar bucólico, lleno de niños, religiosos y un cardumen de colegialas
inocentes (que no se confesaban como las suecas del Cine Majestic),
reflexionando sobre la obra de bien que acababan de producir.
En lugar de ello me encontré con un panorama
desolador, dos jeeps de la bonaerense cercando el lugar y tres o cuatro monjas
descontroladas intentando poner orden. Con timidez hice la pregunta obvia:
-
Perdón, ¿esta es Santa Clara?
-
Si, si…
-
Las chicas del San José ¿están?
-
Se acaban de ir en un
colectivo…
Si tuviera que narrar la vuelta de
Domselaar a Haedo debería escribir otro cuento. Baste por el momento saber que
regresé con vida y que de Tere esa noche me empecé a olvidar… hasta ahora
mismo.