Y lo pongo así, Pupé, como suena. Bien en porteño, aunque creo que siendo un término francés y bien femenino, debe agregársele una e final más. Uds. me entienden. Si fui berreta cabe escribirlo así, como suena, como lo decíamos en el barrio.
Ahí va la Pupé. ¡Que buena que está!
Aunque esa era para mis primos, que me llevan media docena de años. Yo, a lo sumo, podía aspirar a la hermanita mas chiquita de la Pupé. Que pintaba para Pupé o que, solo Dios lo sabe, algún día podía llegar a estar mejor que la Pupé.
Fijáte que estuve a punto de decirle a Alejo, esa noche en el Chacarerean Theatre, cuando vimos su espectáculo con el Turco Sangurjo, si era cierto que se había casado con la Pupé y, peor aun (creo que fue por eso que no le dije nada), que la dejó porque había tenido un desgraciado desengaño amoroso.
Algo de cierto debe haber, ya que Alejo siempre habla de Villa del Parque. No estoy arrepentido de no haberle preguntado. Con todo lo que lo quiero a Alejo (y el no lo sabe), por ahí le hubiera amargado la noche o… hay cosas que no deben decirse.
O no. Tal vez, el efímero recuerdo de haber tenido entre los brazos a la Pupé, algún tiempito (e incluso compartiéndola con un desconocido de Devoto o, peor aún, del Centro), bastaba para arrancarle una sonrisa nostálgica. Los porteños somos así, nacidos para sufrir, y en el sufrimiento muchas veces encontramos un morboso placer que tranquiliza nuestras conciencias, o nos hace sentir mas maduros. Todo un tango.
Alejandro Apo. Según rumores pudo haber tenido a la Pupé:

Pero permítanme hablarles de cómo era la Pupé. Alta, siempre bien vestida, perfumadita, caminaba por esa vereda de Juan A. García taconeando fuerte, tanto que sonaba un silbato imaginario y el fútbol vespertino se suspendía solamente para verla pasar. Mis primos decididamente estaban dispuestos a cometer la peor de las locuras por ella y yo, que estaba promediando mi primario, debía conformarme con escuchar sus fantasías con la misma fruición que las pitadas de Particulares que lograba escamotearles en la vereda de Don Castilla.
Mi Abuela le había puesto a la madre de la Pupé un apelativo que ayuda a imaginar de qué clase de gente estamos hablando: la Anchorena. La Vieja solía ponerle apelativo o sobrenombre a todas las personas del barrio, y casi siempre con un dejo hiriente o burlón, propio de su origen napolitano. El Negro, la Pacha Mama, el Papa (por Don Clemente, el técnico de televisores del barrio que saludaba, según ella, como Juan XXIII), el Bebi, Don Neif (el turco del garaje) y la odiada Yarará, que atendía la huevería de enfrente. Recuerdo una tarde que se armó flor de bronca cuando me mandaron a comprar unos huevos a lo de la Yarará. Crucé con la plata apretadita en mi puño derecho y con mucha educación le dije: “Señora Yarará, me manda mi abuela por una docena de huevos...” Creo que esa misma tarde, luego de recibir los coscorrones de rigor aprendí qué era una yarará. A partir de allí, la familia tuvo que comprar los huevos en el Mercadito Nazca.
La Anchorena pasaba orgullosa por nuestra vereda. ¡Faltaba más, con esas tres hijas! Una mas linda que la otra. Finas, vestidas como si todos los días tuvieran una fiesta de quince pero en un salón... Porque, amigos, en ese barrio, las fiestas de quince eran berretas. Se hacían en las casas y los pibes estábamos siempre a la expectativa por saber dónde había una para colarnos impunemente. Nuestra geografía llegaba hasta el pasaje El Domador. Hasta allí se nos podía identificar, pero más allá, yendo hacia Jonte, éramos seres anónimos capaces de cometer cualquier tropelía, desmán o macana, sin tener que sufrir el escarnio del chimento para que nuestros padres ejercieran la vindicta en interés de terceros.
Si había un asalto o cumpleaños, nos convocábamos frente al lugar y con unos papelitos sorteáramos quién sería el primer infiltrado. Una vez adentro, oh casualidad, nos encontrábamos siempre donde estaban los sanguchitos y las masas.
Por eso, según me imagino, Pupé y sus hermanas iban a fiestas de Salón, quizás en Villa del Parque o, lo máximo, en el centro de Flores. Alguna casona vieja con gente bacana.
Pupé tampoco iría a bailar a “Zodíaco” en Juan B. Justo. El boliche –en altos de una estación de servicio “Isaura”- al que había que ir con corbata y pelo corto. Hasta había un “peluca” en la vereda que te hacía el servicio cuando el chancho no te dejaba pasar por la melena. Allí iban las chicas del barrio y Pupé decididamente no lo era. Era una Anchorena que, por motivos inexplicables, nos regalaba su presencia a los pobres plebeyos, para que algún incauto se enamore sin ningún tipo de esperanza y luego repitiera aquélla frase de Borges: “…para ti desgraciado, porque en el mundo hay una única mujer y ella no te ama, ella no te ama”.
En aquéllos años de mi preadolescencia todo pasaba con mucha rapidez. La hermana de alguien se casaba. Algún pibe tenía un hermanito. Fulano se había emborrachado y los viejos lo tuvieron que ir a buscar a la 43. Yo todos los días aprendía cosas nuevas. Cada día que pasaba imaginaba intensos romances con mujeres reales o las de la tele. Pero nunca pude imaginarme besándola a la Pupé. Si era de mis primos...
Mamá la conocía bien a la Anchorena. Las dos eran maestras y, quien sabe fue por eso que se tenían cariño y respeto. Eso me abrió, inesperadamente, las puertas de la casa de la Pupé. No era un gran misterio imaginarse como era, por la sencilla razón que todas las casitas de García al 3100, como la de los pasajes El Peregrino, Los Andes, El Domador e Indio (hoy Elpidio Gonzalez) eran exactamente iguales. Casas edificadas en épocas de Yrigoyen que luego se vendieron y paulatinamente fueron reformándose.
Mi Abuela le había puesto a la madre de la Pupé un apelativo que ayuda a imaginar de qué clase de gente estamos hablando: la Anchorena. La Vieja solía ponerle apelativo o sobrenombre a todas las personas del barrio, y casi siempre con un dejo hiriente o burlón, propio de su origen napolitano. El Negro, la Pacha Mama, el Papa (por Don Clemente, el técnico de televisores del barrio que saludaba, según ella, como Juan XXIII), el Bebi, Don Neif (el turco del garaje) y la odiada Yarará, que atendía la huevería de enfrente. Recuerdo una tarde que se armó flor de bronca cuando me mandaron a comprar unos huevos a lo de la Yarará. Crucé con la plata apretadita en mi puño derecho y con mucha educación le dije: “Señora Yarará, me manda mi abuela por una docena de huevos...” Creo que esa misma tarde, luego de recibir los coscorrones de rigor aprendí qué era una yarará. A partir de allí, la familia tuvo que comprar los huevos en el Mercadito Nazca.
La Anchorena pasaba orgullosa por nuestra vereda. ¡Faltaba más, con esas tres hijas! Una mas linda que la otra. Finas, vestidas como si todos los días tuvieran una fiesta de quince pero en un salón... Porque, amigos, en ese barrio, las fiestas de quince eran berretas. Se hacían en las casas y los pibes estábamos siempre a la expectativa por saber dónde había una para colarnos impunemente. Nuestra geografía llegaba hasta el pasaje El Domador. Hasta allí se nos podía identificar, pero más allá, yendo hacia Jonte, éramos seres anónimos capaces de cometer cualquier tropelía, desmán o macana, sin tener que sufrir el escarnio del chimento para que nuestros padres ejercieran la vindicta en interés de terceros.
Si había un asalto o cumpleaños, nos convocábamos frente al lugar y con unos papelitos sorteáramos quién sería el primer infiltrado. Una vez adentro, oh casualidad, nos encontrábamos siempre donde estaban los sanguchitos y las masas.
Por eso, según me imagino, Pupé y sus hermanas iban a fiestas de Salón, quizás en Villa del Parque o, lo máximo, en el centro de Flores. Alguna casona vieja con gente bacana.
Pupé tampoco iría a bailar a “Zodíaco” en Juan B. Justo. El boliche –en altos de una estación de servicio “Isaura”- al que había que ir con corbata y pelo corto. Hasta había un “peluca” en la vereda que te hacía el servicio cuando el chancho no te dejaba pasar por la melena. Allí iban las chicas del barrio y Pupé decididamente no lo era. Era una Anchorena que, por motivos inexplicables, nos regalaba su presencia a los pobres plebeyos, para que algún incauto se enamore sin ningún tipo de esperanza y luego repitiera aquélla frase de Borges: “…para ti desgraciado, porque en el mundo hay una única mujer y ella no te ama, ella no te ama”.
En aquéllos años de mi preadolescencia todo pasaba con mucha rapidez. La hermana de alguien se casaba. Algún pibe tenía un hermanito. Fulano se había emborrachado y los viejos lo tuvieron que ir a buscar a la 43. Yo todos los días aprendía cosas nuevas. Cada día que pasaba imaginaba intensos romances con mujeres reales o las de la tele. Pero nunca pude imaginarme besándola a la Pupé. Si era de mis primos...
Mamá la conocía bien a la Anchorena. Las dos eran maestras y, quien sabe fue por eso que se tenían cariño y respeto. Eso me abrió, inesperadamente, las puertas de la casa de la Pupé. No era un gran misterio imaginarse como era, por la sencilla razón que todas las casitas de García al 3100, como la de los pasajes El Peregrino, Los Andes, El Domador e Indio (hoy Elpidio Gonzalez) eran exactamente iguales. Casas edificadas en épocas de Yrigoyen que luego se vendieron y paulatinamente fueron reformándose.
Las "casas baratas" de antaño valen centenas de miles de dolares, hoy:

En aquellos años 60 eran muy pocas las casas que habían sufrido reformas. Hoy día, queda una o dos casas originales. El resto no difiere de cualquier barrio de Buenos Aires, como Ortúzar, Villa Urquiza o, incluso Devoto. Se edificaron sobre el esqueleto del “barrio de casas baratas”, suntuosos chalets o duplex modernos.
Mis primos estaban desesperados por saber cómo era por dentro la casa de la Pupé, como si esa secreta revelación sirviera como fetiche para acercarse a ella, algún punto de inicio para una eventual conversación, que conduciría a una cita, a tomar algo a Gran Park o ver alguna película en el Sol de Mayo de Nazca y Jonte. ¡Un disparate! Si hasta un mamón como yo se daba cuenta que la Pupé ni siquiera aceptaría una invitación para Flores. Al Centro, pensaba para mis adentros. Es una mina para llevarla al Centro.
Y con coche.
Pero ya en aquél entonces algo me caracterizaba, el don de la negociación. Si obtenía cierto dato posta para que pudieran entablar alguna conversación, aunque sea un “buenos días”, podía pedir algo. Por ejemplo: poder pasar todas las tardes con ellos en la vereda de Helguera y escuchar las cosas que le decían a las minas, escuchar sin tapujos alguna conversación reservada (el manual de cómo apretarse una minita en el asiento de la rueda del colectivo) o, lo máximo, poder ir al Pablito Podestá a ver una película prohibida, sin que ningún acomodador me pidiera documentos.
Elegí una gilada. Que me lleven a jugar al fútbol a la canchita de Banderines, arriba, de puntero derecho. Además, algún faso entero, quizás.
Y así, con el ánimo puesto en algo que yo consideraba mi ingreso oficial “a la barra”, entré a la casa de la Vieja Anchorena, con Mamá y, tamaña sorpresa, estaban las tres hermanas (una mas linda que la otra), que me trataban como el Nene sin saber que tras mi ingenua sonrisa se emboscaba un siniestro plan que terminaría con la Pupé seducida irreductiblemente por el mayor de los Segura.
¿Qué podía tener yo en común con esas chicas tan finas? Mi relación con las mujeres, en ese entonces, se limitaba a obtener impunemente alguna ventaja de una rusita de la esquina que estaba perdidamente enamorada de mí. Me hacía los deberes, regalaba galletitas Manón (mis favoritas) y, cuando faltaba, venía a casa a decirme qué había dado la Maestra. O mi vecinita Patricia quien con su hermana me hacían jugar al Papá, con jueguito de te y todo, pero como a mí no me gustaba (en realidad estaba enamorado de su prima Ana María), al final me hacía el loco o el cabrero y me rajaba a hacer un fútbol.
Las galletitas "Manón". Mamá solía comprarme un paquetito como premio por aceptar ir al colegio:

Además, Berta, Patricia, su hermana Fabiana o, en menor medida Ana María, eran chicas como uno, accesibles, de barrio, no como Pupé y sus hermanas. Fíjense que hoy, varias décadas después, recuerdo perfectamente los nombres (e incluso los rostros) de estos personajes y, sin embargo no puedo recordar los de las dos hermanas de Pupé.
Cohibido. Así estaba frente a esas tres estrellas de la tele. Para mí Pupé era como Nora Cárpena (mi secreto amor hasta que irrumpió en la pantalla Paula de Daktari, por quien de noche no podía conciliar el sueño), y las otras dos como el Hada Patricia de la revista Anteojito, un bomboncito! Estaban allí, frente a mí, pero no me parecían palpables. Así y todo -movido por el interés de mis comitentes- rompí el hielo y pude ingresar al patio, mientras la Anchorena y Mamá departían en el comedor.
Cohibido. Así estaba frente a esas tres estrellas de la tele. Para mí Pupé era como Nora Cárpena (mi secreto amor hasta que irrumpió en la pantalla Paula de Daktari, por quien de noche no podía conciliar el sueño), y las otras dos como el Hada Patricia de la revista Anteojito, un bomboncito! Estaban allí, frente a mí, pero no me parecían palpables. Así y todo -movido por el interés de mis comitentes- rompí el hielo y pude ingresar al patio, mientras la Anchorena y Mamá departían en el comedor.
Paula de Daktari fue la fuente de mis primeros insomnios:

Fue allí donde descubrí la forma en que uno de los dos Seguras grandes podría realizar todas sus ilusiones. Una pileta de lona, rectangular, verdecita con los ángulos para sentarse, colmada de agua cristalina, presta para arrojarse como Ron Ely en Tarzán (todos los días a las 19 hs. por canal 13) Pero con una particularidad muy especial... en su interior una nutria.
A Pupé su padre le había regalado una nutria. Ya tenía el valioso dato original y distintivo que favorecería la comunicación. El objetivo estaba cumplido. Solamente restaba que mis primos hurgaran en el Lo Se Todo la vida de las nutrias, sus costumbres, alimentación, etc., para que, sin tapujos le cerraran el paso a la Pupé en plena Nazca un viernes a la tarde, entre cientos de personas y le dijeran, por ejemplo, con este trozo de quebracho tu nutria puede afilarse los dientes...
Impresionante. Hasta a mi me hubiera dado bola! ¿Cómo está la nutria? ¡Amo a las nutrias! ¡Que animalito más simpático! No sabía que tenías una nutria, que lindas, no?
Era imposible no obtener una respuesta. Faltaba solo poner el lugar y la ocasión, algo sencillo para esos vagos que no tenían otra cosa que hacer que imaginar situaciones para abordar mujeres. La diferencia era que esta no era una mina cualquiera, de esas que te aceptaban ir al corso de Cuenca o dejarse besar libremente en los jardines de Agronomía, estamos hablando de la Pupé, un vino fino –ningún Talacasto- que merecía un trabajo muy prolijo...
Pero yo estaba bien confiado que alguno de mis dos primos, seguramente Norberto, el que nació el mismo día que yo, pero varios años antes, bien pintón y con la labia que Dios y el tiempo me supieron entregar a mí también, el seguro ganador de ese preciado premio Gordo de Navidad.
Les confieso que el animalito era muy simpático y a los pocos minutos olvidé mis cavilaciones, e incluso la posibilidad de llevarme yo algún billete ganador de Reyes con cualquiera de las hermanitas... dos cosas estaban claras. Mi amor irreducible por Ana María (también imposible) y la pasión que despiertan en mí los animales. Quise inmediatamente tener una nutria.
Así, logrado el objetivo, esa misma noche me dirigí hacia la vereda de Don Castilla donde mis primos y una banda de ilusos “rebeldes sin causa” mataban su ocio hablando de fútbol, boxeo, autos y mujeres. Como el portador del secreto mas preciado me acerqué a Norberto y, sin despertar sospechas, supo allí mismo el éxito de mi misión.
Como si estuviera revelando la trama del retorno de Perón con su avión negro y todo, sin preámbulos mandé: Pupé tiene una nutria.
A Pupé su padre le había regalado una nutria. Ya tenía el valioso dato original y distintivo que favorecería la comunicación. El objetivo estaba cumplido. Solamente restaba que mis primos hurgaran en el Lo Se Todo la vida de las nutrias, sus costumbres, alimentación, etc., para que, sin tapujos le cerraran el paso a la Pupé en plena Nazca un viernes a la tarde, entre cientos de personas y le dijeran, por ejemplo, con este trozo de quebracho tu nutria puede afilarse los dientes...
Impresionante. Hasta a mi me hubiera dado bola! ¿Cómo está la nutria? ¡Amo a las nutrias! ¡Que animalito más simpático! No sabía que tenías una nutria, que lindas, no?
Era imposible no obtener una respuesta. Faltaba solo poner el lugar y la ocasión, algo sencillo para esos vagos que no tenían otra cosa que hacer que imaginar situaciones para abordar mujeres. La diferencia era que esta no era una mina cualquiera, de esas que te aceptaban ir al corso de Cuenca o dejarse besar libremente en los jardines de Agronomía, estamos hablando de la Pupé, un vino fino –ningún Talacasto- que merecía un trabajo muy prolijo...
Pero yo estaba bien confiado que alguno de mis dos primos, seguramente Norberto, el que nació el mismo día que yo, pero varios años antes, bien pintón y con la labia que Dios y el tiempo me supieron entregar a mí también, el seguro ganador de ese preciado premio Gordo de Navidad.
Les confieso que el animalito era muy simpático y a los pocos minutos olvidé mis cavilaciones, e incluso la posibilidad de llevarme yo algún billete ganador de Reyes con cualquiera de las hermanitas... dos cosas estaban claras. Mi amor irreducible por Ana María (también imposible) y la pasión que despiertan en mí los animales. Quise inmediatamente tener una nutria.
Así, logrado el objetivo, esa misma noche me dirigí hacia la vereda de Don Castilla donde mis primos y una banda de ilusos “rebeldes sin causa” mataban su ocio hablando de fútbol, boxeo, autos y mujeres. Como el portador del secreto mas preciado me acerqué a Norberto y, sin despertar sospechas, supo allí mismo el éxito de mi misión.
Como si estuviera revelando la trama del retorno de Perón con su avión negro y todo, sin preámbulos mandé: Pupé tiene una nutria.
Siempre quise ser como Simon Templar:

Al principio, la revelación no causó efecto alguno. Tal vez, mi sobredosis de “El Santo”, con Roger Moore había desarrollado una imaginación conspirativa superior a la del común. Solo se trató de unos instantes de incertidumbre. Inmediatamente y al unísono mis primos advirtieron que la novedad era valiosa y al ver cómo se iluminaban sus ojos, comprendí como internamente procesaban frases repentizadas similares a la que ya describí. ¿Así que tenés una nutria?
¡Una nutria!
La nutria de Pupé:

A todo esto tanto mis ilusionados primos como yo, que ya había obtenido un “adelanto” (dos Particulares 33), desconocíamos ciertos aspectos de la trama que, a la postre, resultaron fatales para la obtención de un final feliz de nuestra conspiración.
Poco tiempo de instalado el animal exótico en la casita de los Anchorena, llamó tanto la atención su simpatía como su afición por destruir sistemáticamente el mobiliario, zapatos, patas de mesa, etc.
El primero en reconocer el error fue el padre quien, como había sucedido meses antes con el Papá de Osvaldito con un pingüino que le había traído del sur, comenzó inmediatamente a pergeñar un plan para deshacerse de la nutria. En el caso del pingüino era totalmente evidente. Sufría horrores el verano porteño y vivía entre pedazos de una barra de hielo que permanentemente se le renovaba en la bañadera del baño. Pero la nutria se había adaptado perfectamente. Trepaba por la escalera, se filtraba en la pequeña trastera que todas nuestras casas tenían sobre el techo de la cocina, destruía los zócalos, y muy especialmente tenía predilección por la valiosa alfombra del living de los Anchorena.
Poco tiempo de instalado el animal exótico en la casita de los Anchorena, llamó tanto la atención su simpatía como su afición por destruir sistemáticamente el mobiliario, zapatos, patas de mesa, etc.
El primero en reconocer el error fue el padre quien, como había sucedido meses antes con el Papá de Osvaldito con un pingüino que le había traído del sur, comenzó inmediatamente a pergeñar un plan para deshacerse de la nutria. En el caso del pingüino era totalmente evidente. Sufría horrores el verano porteño y vivía entre pedazos de una barra de hielo que permanentemente se le renovaba en la bañadera del baño. Pero la nutria se había adaptado perfectamente. Trepaba por la escalera, se filtraba en la pequeña trastera que todas nuestras casas tenían sobre el techo de la cocina, destruía los zócalos, y muy especialmente tenía predilección por la valiosa alfombra del living de los Anchorena.
Una locura del padre de Osvaldito; regalarle un pinguino magallánico:

Mientras tanto mis primos habían cambiado su habitual vestimenta. Ya no andaban con las zapatillas Flecha azules medio básquet o los jeans marca “Far West” remendados a mas no poder. Tampoco ostentaban las remeras de gimnasia o la camisita leñadora. Todos los días, a la hora que se calculaba volvía la Pupé a su casa del Instituto (nadie sabía qué clase de instituto era), salían a caminar por García desde Helguera a Nazca ida y vuelta frenética y reiteradamente, para abordarla y preguntarle por la nutria. Y lo mas extraño que los dos, Norberto y Randolfo, sacaban a relucir sus mejores pilchas: los Lee importados (de Uruguay) y los mocasines de Guido!
Pero la Pupé era una Anchorena. Era difícil imaginársela trepada al ómnibus 84, el 210 o cualquier transporte público (salvo un taxi, claro está). Casi siempre la traía algún señor y en coche, circunstancia que daba pábulo al rumor entre las malas lenguas del barrio, polarizadas entre mi Abuela y la Yarará, sobre la clase de “instituto” al que concurría.
En determinado momento la permanencia de la nutria en casa de los Anchorena se tornó insostenible. Había ingresado en el dormitorio de los padres y arruinado un juego de Maple cuya fama había despertado la envidia del barrio. Así y todo, la Pupé continuaba ejerciendo la defensa del animal y prometiendo resarcir los innumerables daños que cotidianamente ocasionaba. Pero llegó el límite.
Como la estrategia de mis primos no funcionaba, al cuarto picado que integré el equipo de la barra como puntero derecho (incluso marcando algún gol, muy festejado), me apiadé de ellos y decidí hacer algo mas para ayudarlos. De ese modo, mandé a Mamá a tomar el te con la Anchorena y, sigilosamente, infiltrarme en la casa. Fue una buena idea pero, lamentablemente, extemporánea.
Los acontecimientos se precipitaron de modo agorero. La nutria había sido desalojada cuando destruyó la pileta de lona, otro preciado bien de la Pupé. Desconsolada ésta comprendió el carácter antisocial del bicho quien terminó en el zoológico de Buenos Aires, no muy lejos del pingüino magallánico de Osvaldito.
Todo chico de los sesenta quiso tener una pileta de lona en su casa, como Pupé:
Pero la Pupé era una Anchorena. Era difícil imaginársela trepada al ómnibus 84, el 210 o cualquier transporte público (salvo un taxi, claro está). Casi siempre la traía algún señor y en coche, circunstancia que daba pábulo al rumor entre las malas lenguas del barrio, polarizadas entre mi Abuela y la Yarará, sobre la clase de “instituto” al que concurría.
En determinado momento la permanencia de la nutria en casa de los Anchorena se tornó insostenible. Había ingresado en el dormitorio de los padres y arruinado un juego de Maple cuya fama había despertado la envidia del barrio. Así y todo, la Pupé continuaba ejerciendo la defensa del animal y prometiendo resarcir los innumerables daños que cotidianamente ocasionaba. Pero llegó el límite.
Como la estrategia de mis primos no funcionaba, al cuarto picado que integré el equipo de la barra como puntero derecho (incluso marcando algún gol, muy festejado), me apiadé de ellos y decidí hacer algo mas para ayudarlos. De ese modo, mandé a Mamá a tomar el te con la Anchorena y, sigilosamente, infiltrarme en la casa. Fue una buena idea pero, lamentablemente, extemporánea.
Los acontecimientos se precipitaron de modo agorero. La nutria había sido desalojada cuando destruyó la pileta de lona, otro preciado bien de la Pupé. Desconsolada ésta comprendió el carácter antisocial del bicho quien terminó en el zoológico de Buenos Aires, no muy lejos del pingüino magallánico de Osvaldito.
Todo chico de los sesenta quiso tener una pileta de lona en su casa, como Pupé:

Mientras terminaba de procesar la novedad, era ignorante que en ese preciso momento, mi primo Randolfo ataviado como Elvis de las primeras películas y cigarrillo en mano, pudo abordar a Pupé en la esquina de Cuenca e Indio. Fue un momento fatal. Ella solamente pudo escuchar la palabra “nutria” antes de irrumpir en llantos. Mi primo, que desconocía lo sucedido, se dejó dominar por la incertidumbre y en lugar de ensayar un salvador consuelo del cual aun podía extraer algún provecho, optó por un desconcertante mutis.
Pupé siguió su camino y recién pudo cesar su llanto gracias a las medidas palabras de Mamá justo de vuelta para casa. Fui testigo del tierno momento y, en lugar de quedarme patitieso como Randolfo me pude llevar el sabor salado de las lágrimas de Pupé que aun humedecían sus mejillas. Fue un premio consuelo.
Pasó mucho tiempo para que volviera a jugar en Banderines y exactamente un año sin fumar (un descuido de un Tío mio). Pupé nunca mas nos registró, seguramente por la vergüenza que le provocaba suponer que la habíamos visto llorar.
Continuó trayéndola a casa un Rambler boca de pescado de un tipo de mucha guita. Seguro que no era Alejo Apo.
Para olvidar a la nutria, nada mejor que un buen auto:

Carta de Randolfo cuando supo que estaba escribiendo un cuento llamado Pupé:
Querido Alejandro: Te agradezco la devolución de mi saludos, y te juro que quedé enganchadísimo con la posibilidad que me envíes tu cuento titulado PUPE.
Si mal no recuerdo es el nombre de una vecinita que teníamos por allá por los sesenta en Juan Agustín Garcia 3151. Y si hago un esfuerzo más, la recuerdo hermosa, radiante, inocente en su edad y época histórica.
Pertenecía a una familia de estatura más bien baja, padre, madre y tía, de muy buenos modales todos. En el patiecito que daba a la calle tenían una figura de Cristo en mosaico y un banco de cemento, lugar en el que la tía de la familia rezaba todos los días, no te sabría decir exactamente a que hora, pero sin la menor inhibición.
Con Osvaldito cada vez que pasábamos nos inspiraba un silencio respetuoso, aquella mujer entregada en cuerpo y alma a la oración y al rezo. A la madre de PUPE, le decíamos "la maestrita", apodo que seguramente nació de la proverbial capacidad napolitana para rebautizar a los vecinos de Mama Carlota. Lo cierto es que esta familia, incluida PUPE gozaba de un prestigio poco común en aquellas épocas: no se ocupaban de los demás.
De todos modos mi querido Alejandro te diré, que en cualquier historia que se involucre a PUPE, no debe quedar ausente su contracara o la Sancho Panza de PUPE que era MARIA INES hija menor de la familia llamada LOS ANCHORENA. PUPE y MARIA INES formaban una dupla como Bochini-Bertoni, Sanfilipo-Boggio, Onega-Más.
Si tenés ganas mandame tu cuento que ya en su título me recordó a una ninfa-niña del pasado. Esa cuadra del tres mil cien de García tuvo varias duplas que hicieron historia en su amistad y andanzas. Vale el recuerdo para quién fuera y es ahora de cuerpo ausente el mejor amigo que tuve y siempre nos consideramos como los hermanos que no tuvimos, y a quién vos conociste bien: OSVALDITO PARRILLA, quién a pesar de su declarado fanatismo por el Azulgrana de Boedo, me siguió como fiel escudero por los estadios más primitivos para ver a River. Imaginate la entrañable amistad que nos unía. Lamentablemente lo perdí de vista hace algunos años por su cabeza loca, y no pierdo las esperanzas de que la vida lo devuelva a su hermano y amigo.
Perdoname Ale esta digresión; seguro que lo de PUPE, me disparó el recuerdo del tipo que más quise en mi vida. A veces de manera increíble como todas las imágenes que uno recupera del archivo de la memoria, algunos gestos de mi hijo Emiliano me recuerdan tanto a Osvaldito que me largo a reír de buen gusto y después le tengo que explicar algo que para él apenas significa.
Bueno Ale yo también me acuerdo muchas veces de Gene, de Monona, de aquellos días que como bien decís pasaron como flechas disparadas a un futuro que es hoy.
No te olvides que circunstancias de la vida, quizás no elegidas por nosotros, nos llevó en momentos diferentes a mirar el mismo techo de la misma habitación, techo cuyas manchas de humedad se convertían milagrosamente en duendes nocturnos para proteger el sueño de los niños.
Si mal no recuerdo es el nombre de una vecinita que teníamos por allá por los sesenta en Juan Agustín Garcia 3151. Y si hago un esfuerzo más, la recuerdo hermosa, radiante, inocente en su edad y época histórica.
Pertenecía a una familia de estatura más bien baja, padre, madre y tía, de muy buenos modales todos. En el patiecito que daba a la calle tenían una figura de Cristo en mosaico y un banco de cemento, lugar en el que la tía de la familia rezaba todos los días, no te sabría decir exactamente a que hora, pero sin la menor inhibición.
Con Osvaldito cada vez que pasábamos nos inspiraba un silencio respetuoso, aquella mujer entregada en cuerpo y alma a la oración y al rezo. A la madre de PUPE, le decíamos "la maestrita", apodo que seguramente nació de la proverbial capacidad napolitana para rebautizar a los vecinos de Mama Carlota. Lo cierto es que esta familia, incluida PUPE gozaba de un prestigio poco común en aquellas épocas: no se ocupaban de los demás.
De todos modos mi querido Alejandro te diré, que en cualquier historia que se involucre a PUPE, no debe quedar ausente su contracara o la Sancho Panza de PUPE que era MARIA INES hija menor de la familia llamada LOS ANCHORENA. PUPE y MARIA INES formaban una dupla como Bochini-Bertoni, Sanfilipo-Boggio, Onega-Más.
Si tenés ganas mandame tu cuento que ya en su título me recordó a una ninfa-niña del pasado. Esa cuadra del tres mil cien de García tuvo varias duplas que hicieron historia en su amistad y andanzas. Vale el recuerdo para quién fuera y es ahora de cuerpo ausente el mejor amigo que tuve y siempre nos consideramos como los hermanos que no tuvimos, y a quién vos conociste bien: OSVALDITO PARRILLA, quién a pesar de su declarado fanatismo por el Azulgrana de Boedo, me siguió como fiel escudero por los estadios más primitivos para ver a River. Imaginate la entrañable amistad que nos unía. Lamentablemente lo perdí de vista hace algunos años por su cabeza loca, y no pierdo las esperanzas de que la vida lo devuelva a su hermano y amigo.
Perdoname Ale esta digresión; seguro que lo de PUPE, me disparó el recuerdo del tipo que más quise en mi vida. A veces de manera increíble como todas las imágenes que uno recupera del archivo de la memoria, algunos gestos de mi hijo Emiliano me recuerdan tanto a Osvaldito que me largo a reír de buen gusto y después le tengo que explicar algo que para él apenas significa.
Bueno Ale yo también me acuerdo muchas veces de Gene, de Monona, de aquellos días que como bien decís pasaron como flechas disparadas a un futuro que es hoy.
No te olvides que circunstancias de la vida, quizás no elegidas por nosotros, nos llevó en momentos diferentes a mirar el mismo techo de la misma habitación, techo cuyas manchas de humedad se convertían milagrosamente en duendes nocturnos para proteger el sueño de los niños.
FELIZ AÑO NUEVO, PARA VOS, PARA NORMA, PARA SUS HIJOS, PARA LOS QUE YA NO ESTAN, PERO QUE NUNCA MÁS LOS OLVIDAREMOS.
Randolfo Segura.
Randolfo Segura.
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1 comentario:
Hay una cláusula secreta en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice
-palabra más, palabra menos- que "todo hombre tiene derecho a una Pupé en su memoria, y a recordarla del modo que más placentero le resulte. Nadie puede ser obligado a olvidar su pasado, así como tampoco a revisitarlo más que voluntariamente".
Los Yuppies, los que confiscan el empedrado y la esperanza (puede haber futuro sin pasado?), los que han caído en las garras de la sobredosis de terapia, pergeñaron aquella condición secreta de la cláusula y complotan día a día para impedir su revelación pública.
Nosotros no los vamos a dejar triunfar.
Lindísimo el cuento; la prosa
-sorianesca (Osvaldo, ilustre cuervo!)- fluye con naturalidad y se absorbe con la facilidad del aguacero después de la sequía.
Mis felicitaciones.
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